Carta desde Oaxaca: Performance en llamas. Guillermo Gómez Peña
Carta desde Oaxaca: Performando en llamas
Guillermo Gómez Peña
Queridos amigos:
El primero de agosto mi colectivo de performance La Pocha Nostra dio inicio a nuestra “Escuela de verano anual” en la ciudad de Oaxaca. Cada verano conducimos dos talleres intensivos, uno para principiantes y otro para artistas de performance con más trayectoria. El resultado es un performance público en el MACO (Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca). Hay artistas que vienen desde Canadá, Estados Unidos, Reino Unido, España, Holanda, Australia y Perú, que vienen para colaborar con indígenas de Oaxaca, trabajando en formas de arte experimentales.
El taller es un impresionante experimento artístico y antropológico –¿cómo es que artistas de diferentes países, pertenecientes a tres generaciones distintas, provenientes de cada disciplina artística imaginable, comienzan a negociar un terreno común?–. El arte de performance nos ha dado la respuesta, convertirnos en materia de conexión y “lingua franca” para nuestra comunidad temporal. Pero este año las usuales fronteras y dilemas de cruce cultural con las que regularmente nos enfrentamos se multiplicaron en distintas direcciones. La hermosa y bohemia ciudad se había convertido en el escenario central de uno de los conflictos políticos más intensos en el México contemporáneo, una nación al borde del colapso total.
Seré más específico.
El 22 de mayo la Unión de Maestros (sección 22 del SNTE), que había estado pidiendo un pequeño aumento en el salario de los maestros, inició un plantón en el centro de Oaxaca. El gobierno respondió con un violento asalto policial en el cual, el 14 de junio, varios maestros resultaron heridos. La APPO (Asociación Popular de los Pueblos de Oaxaca) inmediatamente se solidarizó con la Unión de Maestros y juntos expandieron el plantón, tomando el Canal 9 de la televisión, dos estaciones de radio y varios edificios del gobierno, bloqueando las avenidas principales y carreteras que rodean la ciudad. Los maestros demandaban ahora la destitución del gobernador Ulises Ruiz, un político represivo de la vieja guardia del PRI, así como la liberación de todos los prisioneros políticos que el gobernador había encarcelado. En el mes de julio el movimiento magisterial creció al grado de añadirse alrededor de 40 organizaciones políticas, sociales y culturales, y 50 ONGS de todo el estado, incluyendo asociaciones estudiantiles, universidades, colectivos artísticos y comunidades indígenas autónomas.
Las tácticas del gobierno cambiaron también. Cuando mi colega Roberto Sifuentes y yo llegamos a Oaxaca (29 de julio), los asesinos del gobierno habían llevado a cabo 38 asesinatos políticos y varios maestros habían sido secuestrados. La ciudad se sentía como Belfast o San Salvador a finales de los 80. Paramilitares y porros (infiltradores haciéndose pasar por maestros) contratados para crear tumulto, vagaban de un lado a otro, cada pared estaba cubierta de graffiti mientras que el gobierno operaba cobardemente en absentia.
En este altamente volátil ambiente, continuamos nuestros talleres diarios de performance en el estudio del artista Demian Flores, ubicado en Jalatlaco, uno de los barrios más viejos de Oaxaca. Los artistas participantes (15 en el primer taller y 20 en el segundo) fueron todos extremadamente valientes y se comprometieron con su práctica. Antes de la hora del taller caminaban por la ciudad, hablaban con gente, observaban, bocetaban y tomaban notas. A pesar de los inquietantes rumores a diario, nunca expresaron ningún miedo o deseo de irse. Lo que se oía en las calles y con los colegas locales era extremadamente preocupante: “Mañana esperamos violencia”; “el gobernador (escondido) está pidiendo a todos los visitantes que no dejen sus hoteles hoy”. Cada mañana, antes de comenzar a dar la clase, Roberto y yo nos reuníamos para discutir discretamente las posibles contingencias. ¿Qué sucedería si alguien fuera arrestado? Después de considerar las posibilidades, nuestro consejo fue: “Sean precavidos pero alertas. Sean observadores activos pero no se involucren demasiado porque podrían ser deportados (a los extranjeros no se les permite involucrarse en asuntos nacionales). Después de todo, nuestra obra es nuestra manera de formar parte”.
Afuera del área del plantón, una normalidad extraña prevalecía, la cual, a la par de la habitual amabilidad cultural, caracteriza a Oaxaca. Ocasionalmente, esta amable normalidad se veía perturbada por algún camión en llamas (los porros encendían constantemente camiones de la ciudad), o por un SUV lleno de paramilitares con ametralladoras, o por el inconfundible sonido de un disparo mezclado don el de los cuetes de alguna peregrinación cercana. La vida avanzaba en una modalidad de alta intensidad... no muy diferente al arte de performance.
Un día, durante una de muchas marchas, los maestros fueron emboscados por francotiradores policiales. Un hombre murió y varios fueron heridos. Al día siguiente los maestros cargaron el cuerpo al frente de una peregrinación ritual por las calles de la ciudad. Nos recordó inmediatamente a la Franja de Gaza.
Las preguntas infundidas en los ejercicios del taller y las improvisaciones eran extrañamente análogas a nuestros predicamentos políticos: ¿Cuáles son las fronteras que podemos/debemos cruzar? ¿Dónde están los límites éticos/políticos del arte? ¿Debemos ser partícipes o cronistas? ¿Cuál es nuestra nueva relación con el reino cívico? ¿Cuáles son las nuevas características de nuestras siempre cambiantes y múltiples comunidades? ¿A dónde pertenecemos cuando nuestras alianzas no son con el Estado-nación?
Inevitablemente el material de performance que desarrollamos inconscientemente reveló la fragilidad y peligro de nuestro universo inmediato. Reveló los miedos discretos estoicamente escondidos en nuestras psiques: imágenes y acciones bellas de un mundo en confusión donde la violencia política y la perplejidad cultural se entrelazan con la imaginería religiosa. Contuvo metáforas físicas de un mundo en flujo transnacional donde el paisaje mediático global (la guerra contra el terror, la cultura de la alta seguridad, el conflicto cristiano/musulmán, etcétera) se traslapó con la realidad social que nos rodea. Desenterró imágenes compartidas de esperanza y desesperación, de solidaridad y orfandad. Fue como si hubiéramos tenido un sueño colectivo y, en ocasiones, una pesadilla colectiva.
Éramos como niños con necesidad de apoyarnos unos con otros. De noche comíamos juntos, bailábamos en El Central o bebíamos en algún bar. Quizá el único ritual que no fue perturbado por la omnipresente crisis fue la bohemia. De noche, los oaxaqueños estaban tan motivados como siempre para bailar, beber y reír para salirse del Apocalipsis... y nosotros también. Un viernes por la noche no pudimos entrar a El Central porque los porros incendiaron un camión público justo en frente del bar, pero al día siguiente Willy, el dueño, reabrió como si nada hubiera pasado. La separación a la hora de ir a dormir era lo más difícil. Caminar de regreso a nuestros hoteles en medio de hogueras y camiones que bloqueaban las calles era surreal. No saber si esas sombras en la esquina eran maestros o porros era inquietante, pero después de una semana todo se convirtió parte de una extraña normalidad. Si alguien del taller no aparecía por la mañana, mis colegas y yo nos asustábamos e inmediatamente uno de nosotros iba al hotel a asegurarse de que estuviera a salvo. Casi al final del segundo taller, Marietta, nuestra productora, nos dijo, acerca de MACO (el museo donde haríamos nuestro performance público en unos días) “Hay rumores de que todas las instituciones culturales podrían ser cerradas mañana, así que podría ser que no tengamos museo mañana... ¿y entonces qué?” La respuesta del grupo me tocó el corazón. “No hay problema. Si eso sucede, encontraremos otro espacio, lo acondicionamos por la noche y hacemos el performance allí”. Ya empezábamos a sonar más como una sociedad civil oaxaqueña.
La mañana llegó, y mientras hacíamos el montaje en el Museo, 50 000 ciudadanos se habían reunido afuera para apoyar a los maestros. El sonido de sus altavoces se mezclaba con el sonido de nuestro ensayo. Era extremadamente humillante y muchas veces durante el día me encontré afligido por las dudas.
¿Debemos cancelar el performance? ¿Era apropiado seguir con el show? Pero anulé mis dudas. A las 7:30 p.m., justo cuando la demostración terminó, abrimos las puertas del museo y, para nuestra sorpresa, cientos de personas comenzaron a llegar. Un empleado del museo me dijo perplejo: “Maestro, ¿por qué será que toda esta gente (alrededor de mil ciudadanos) vienen a presenciar arte raro de performance y video experimental en este día?” Precisamente, pensé.
No pudo haber ocasión mejor para que estuviéramos allí. Es precisamente en tiempos de crisis aguda cuando las instituciones culturales se convierten en verdaderos santuarios para la libertad y la imaginación, cuando la función del arte se clarifica. La audiencia con los grandes ojos, que incluía a muchas de las víctimas del conflicto, no podía estar más dispuesta o más interesada en nuestra bizarra imaginaría y acciones. El arte los trajo claramente a otro lugar, una realidad paralela donde los símbolos, las metáforas y los rituales intentaron darle sentido al torbellino político que estábamos experimentando.
A la media noche, le pedimos a la gente que se retirara del museo y simplemente no se querían ir. Finalmente solos en uno de los enormes patios coloniales del museo, los artistas se abrazaron unos a otros llorando. Con nuestros maquillajes despintados, fuimos a comer en silencio. Nadie quiso hablar.
Hoy, 20 de agosto, mientras que hago mi maleta, pienso en la inefable relación entre el arte y la política y cómo a veces simplemente no tenemos el lujo para separarlos, punto. También pienso en la valentía de los maestros para desafiar al gobierno, y de los artistas que participaron en esta impresionante aventura con mi colectivo. En unas horas estaré volando de regreso a Estados Unidos, un lugar bajo diferentes tipos de asedio, donde la ciudadanía está dormida o muerta de miedo (a pesar de que son incapaces de dialogar con sus políticos de la manera en que lo hacen los oaxaqueños); un lugar donde los artistas son censurados y se sienten inconsecuentes; un lugar que rara vez mira hacia el Sur; un apartado país que paradójicamente escogí como mi segundo hogar por las razones opuestas. Me preocupan mis amigos oaxaqueños. Ya extraño a mis nuevos colegas. Será extremadamente difícil para mí regresar a la ambiguedad existencial y complacencia política de San Francisco.
Posdata: Mientras volaba de regreso a Estados Unidos, los maestros tomaron 12 de las 13 estaciones de radio comerciales de la ciudad, e instalaron 500 barricadas por toda la ciudad. Para cuando esta carta circule, la situción política será en verdad mucho peor para ellos.
Traducción: Claudia Algara
Texto extraído de:
http://accidentalperformance.blogspot.com
Guillermo Gómez Peña
20 de agosto, 2006
Queridos amigos:
El primero de agosto mi colectivo de performance La Pocha Nostra dio inicio a nuestra “Escuela de verano anual” en la ciudad de Oaxaca. Cada verano conducimos dos talleres intensivos, uno para principiantes y otro para artistas de performance con más trayectoria. El resultado es un performance público en el MACO (Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca). Hay artistas que vienen desde Canadá, Estados Unidos, Reino Unido, España, Holanda, Australia y Perú, que vienen para colaborar con indígenas de Oaxaca, trabajando en formas de arte experimentales.
El taller es un impresionante experimento artístico y antropológico –¿cómo es que artistas de diferentes países, pertenecientes a tres generaciones distintas, provenientes de cada disciplina artística imaginable, comienzan a negociar un terreno común?–. El arte de performance nos ha dado la respuesta, convertirnos en materia de conexión y “lingua franca” para nuestra comunidad temporal. Pero este año las usuales fronteras y dilemas de cruce cultural con las que regularmente nos enfrentamos se multiplicaron en distintas direcciones. La hermosa y bohemia ciudad se había convertido en el escenario central de uno de los conflictos políticos más intensos en el México contemporáneo, una nación al borde del colapso total.
Seré más específico.
El 22 de mayo la Unión de Maestros (sección 22 del SNTE), que había estado pidiendo un pequeño aumento en el salario de los maestros, inició un plantón en el centro de Oaxaca. El gobierno respondió con un violento asalto policial en el cual, el 14 de junio, varios maestros resultaron heridos. La APPO (Asociación Popular de los Pueblos de Oaxaca) inmediatamente se solidarizó con la Unión de Maestros y juntos expandieron el plantón, tomando el Canal 9 de la televisión, dos estaciones de radio y varios edificios del gobierno, bloqueando las avenidas principales y carreteras que rodean la ciudad. Los maestros demandaban ahora la destitución del gobernador Ulises Ruiz, un político represivo de la vieja guardia del PRI, así como la liberación de todos los prisioneros políticos que el gobernador había encarcelado. En el mes de julio el movimiento magisterial creció al grado de añadirse alrededor de 40 organizaciones políticas, sociales y culturales, y 50 ONGS de todo el estado, incluyendo asociaciones estudiantiles, universidades, colectivos artísticos y comunidades indígenas autónomas.
Las tácticas del gobierno cambiaron también. Cuando mi colega Roberto Sifuentes y yo llegamos a Oaxaca (29 de julio), los asesinos del gobierno habían llevado a cabo 38 asesinatos políticos y varios maestros habían sido secuestrados. La ciudad se sentía como Belfast o San Salvador a finales de los 80. Paramilitares y porros (infiltradores haciéndose pasar por maestros) contratados para crear tumulto, vagaban de un lado a otro, cada pared estaba cubierta de graffiti mientras que el gobierno operaba cobardemente en absentia.
En este altamente volátil ambiente, continuamos nuestros talleres diarios de performance en el estudio del artista Demian Flores, ubicado en Jalatlaco, uno de los barrios más viejos de Oaxaca. Los artistas participantes (15 en el primer taller y 20 en el segundo) fueron todos extremadamente valientes y se comprometieron con su práctica. Antes de la hora del taller caminaban por la ciudad, hablaban con gente, observaban, bocetaban y tomaban notas. A pesar de los inquietantes rumores a diario, nunca expresaron ningún miedo o deseo de irse. Lo que se oía en las calles y con los colegas locales era extremadamente preocupante: “Mañana esperamos violencia”; “el gobernador (escondido) está pidiendo a todos los visitantes que no dejen sus hoteles hoy”. Cada mañana, antes de comenzar a dar la clase, Roberto y yo nos reuníamos para discutir discretamente las posibles contingencias. ¿Qué sucedería si alguien fuera arrestado? Después de considerar las posibilidades, nuestro consejo fue: “Sean precavidos pero alertas. Sean observadores activos pero no se involucren demasiado porque podrían ser deportados (a los extranjeros no se les permite involucrarse en asuntos nacionales). Después de todo, nuestra obra es nuestra manera de formar parte”.
Afuera del área del plantón, una normalidad extraña prevalecía, la cual, a la par de la habitual amabilidad cultural, caracteriza a Oaxaca. Ocasionalmente, esta amable normalidad se veía perturbada por algún camión en llamas (los porros encendían constantemente camiones de la ciudad), o por un SUV lleno de paramilitares con ametralladoras, o por el inconfundible sonido de un disparo mezclado don el de los cuetes de alguna peregrinación cercana. La vida avanzaba en una modalidad de alta intensidad... no muy diferente al arte de performance.
Un día, durante una de muchas marchas, los maestros fueron emboscados por francotiradores policiales. Un hombre murió y varios fueron heridos. Al día siguiente los maestros cargaron el cuerpo al frente de una peregrinación ritual por las calles de la ciudad. Nos recordó inmediatamente a la Franja de Gaza.
Las preguntas infundidas en los ejercicios del taller y las improvisaciones eran extrañamente análogas a nuestros predicamentos políticos: ¿Cuáles son las fronteras que podemos/debemos cruzar? ¿Dónde están los límites éticos/políticos del arte? ¿Debemos ser partícipes o cronistas? ¿Cuál es nuestra nueva relación con el reino cívico? ¿Cuáles son las nuevas características de nuestras siempre cambiantes y múltiples comunidades? ¿A dónde pertenecemos cuando nuestras alianzas no son con el Estado-nación?
Inevitablemente el material de performance que desarrollamos inconscientemente reveló la fragilidad y peligro de nuestro universo inmediato. Reveló los miedos discretos estoicamente escondidos en nuestras psiques: imágenes y acciones bellas de un mundo en confusión donde la violencia política y la perplejidad cultural se entrelazan con la imaginería religiosa. Contuvo metáforas físicas de un mundo en flujo transnacional donde el paisaje mediático global (la guerra contra el terror, la cultura de la alta seguridad, el conflicto cristiano/musulmán, etcétera) se traslapó con la realidad social que nos rodea. Desenterró imágenes compartidas de esperanza y desesperación, de solidaridad y orfandad. Fue como si hubiéramos tenido un sueño colectivo y, en ocasiones, una pesadilla colectiva.
Éramos como niños con necesidad de apoyarnos unos con otros. De noche comíamos juntos, bailábamos en El Central o bebíamos en algún bar. Quizá el único ritual que no fue perturbado por la omnipresente crisis fue la bohemia. De noche, los oaxaqueños estaban tan motivados como siempre para bailar, beber y reír para salirse del Apocalipsis... y nosotros también. Un viernes por la noche no pudimos entrar a El Central porque los porros incendiaron un camión público justo en frente del bar, pero al día siguiente Willy, el dueño, reabrió como si nada hubiera pasado. La separación a la hora de ir a dormir era lo más difícil. Caminar de regreso a nuestros hoteles en medio de hogueras y camiones que bloqueaban las calles era surreal. No saber si esas sombras en la esquina eran maestros o porros era inquietante, pero después de una semana todo se convirtió parte de una extraña normalidad. Si alguien del taller no aparecía por la mañana, mis colegas y yo nos asustábamos e inmediatamente uno de nosotros iba al hotel a asegurarse de que estuviera a salvo. Casi al final del segundo taller, Marietta, nuestra productora, nos dijo, acerca de MACO (el museo donde haríamos nuestro performance público en unos días) “Hay rumores de que todas las instituciones culturales podrían ser cerradas mañana, así que podría ser que no tengamos museo mañana... ¿y entonces qué?” La respuesta del grupo me tocó el corazón. “No hay problema. Si eso sucede, encontraremos otro espacio, lo acondicionamos por la noche y hacemos el performance allí”. Ya empezábamos a sonar más como una sociedad civil oaxaqueña.
La mañana llegó, y mientras hacíamos el montaje en el Museo, 50 000 ciudadanos se habían reunido afuera para apoyar a los maestros. El sonido de sus altavoces se mezclaba con el sonido de nuestro ensayo. Era extremadamente humillante y muchas veces durante el día me encontré afligido por las dudas.
¿Debemos cancelar el performance? ¿Era apropiado seguir con el show? Pero anulé mis dudas. A las 7:30 p.m., justo cuando la demostración terminó, abrimos las puertas del museo y, para nuestra sorpresa, cientos de personas comenzaron a llegar. Un empleado del museo me dijo perplejo: “Maestro, ¿por qué será que toda esta gente (alrededor de mil ciudadanos) vienen a presenciar arte raro de performance y video experimental en este día?” Precisamente, pensé.
No pudo haber ocasión mejor para que estuviéramos allí. Es precisamente en tiempos de crisis aguda cuando las instituciones culturales se convierten en verdaderos santuarios para la libertad y la imaginación, cuando la función del arte se clarifica. La audiencia con los grandes ojos, que incluía a muchas de las víctimas del conflicto, no podía estar más dispuesta o más interesada en nuestra bizarra imaginaría y acciones. El arte los trajo claramente a otro lugar, una realidad paralela donde los símbolos, las metáforas y los rituales intentaron darle sentido al torbellino político que estábamos experimentando.
A la media noche, le pedimos a la gente que se retirara del museo y simplemente no se querían ir. Finalmente solos en uno de los enormes patios coloniales del museo, los artistas se abrazaron unos a otros llorando. Con nuestros maquillajes despintados, fuimos a comer en silencio. Nadie quiso hablar.
Hoy, 20 de agosto, mientras que hago mi maleta, pienso en la inefable relación entre el arte y la política y cómo a veces simplemente no tenemos el lujo para separarlos, punto. También pienso en la valentía de los maestros para desafiar al gobierno, y de los artistas que participaron en esta impresionante aventura con mi colectivo. En unas horas estaré volando de regreso a Estados Unidos, un lugar bajo diferentes tipos de asedio, donde la ciudadanía está dormida o muerta de miedo (a pesar de que son incapaces de dialogar con sus políticos de la manera en que lo hacen los oaxaqueños); un lugar donde los artistas son censurados y se sienten inconsecuentes; un lugar que rara vez mira hacia el Sur; un apartado país que paradójicamente escogí como mi segundo hogar por las razones opuestas. Me preocupan mis amigos oaxaqueños. Ya extraño a mis nuevos colegas. Será extremadamente difícil para mí regresar a la ambiguedad existencial y complacencia política de San Francisco.
Posdata: Mientras volaba de regreso a Estados Unidos, los maestros tomaron 12 de las 13 estaciones de radio comerciales de la ciudad, e instalaron 500 barricadas por toda la ciudad. Para cuando esta carta circule, la situción política será en verdad mucho peor para ellos.
Traducción: Claudia Algara
Texto extraído de:
http://accidentalperformance.blogspot.com