Las Cosas. Gloria Collado
Las Cosas
Gloria Collado
Texto publicado en el catálogo Esther Ferrer, De la acción al objeto y viceversa editado con motivo de la exposición que con el mismo nombre se celebró en el Koldo Mitxelena Kulturunea de San Sebastián del 4 de Diciembre de 1997 al 4 de Febrero de 1998.
Lo necesitaba para una performance que tenía que hacer Esther Ferrer en Madrid. Busqué en El Rastro, en las ferreterías de la calle Toledo, y acabé dando con él en una de la calle de Atocha tan vieja como sus enguardapolvados dependientes. El martillo tenía que ser grande, con mango redondo y con uno de sus extremos curvado, de esos que se bifurcan para sacar clavos. No valían todos; según me dijo Esther, el que ella quería tenía que quedar inclinado hacia delante y si tenía alguna duda no tenía nada más que probarlo. Y lo hice, claro. Era lo más normal del mundo probar un martillo colocándomelo en la cabeza.
Un año antes, había escrito que la relación que establece Esther con los objetos puede ser de cualquier índole menos indiferente. Era a propósito de la definición duchampiana del readymade como un objeto ante el que no podemos mostrar nada más que indiferencia, en el sentido de que no remite a ninguna idea preconcebida del arte. Esther Ferrer se sitúa en el polo opuesto de esta normativa que se impuso Duchamp. Para éste, la transgresión no va más allá del objeto artístico, el artista es el que decide cuándo una cosa es arte y cuándo no, pero éste sigue siendo ante todo un arte objetual. Esther, en cambio, parte de la desmitificación del objeto artístico remitiéndolo a su funcionalidad, a su papel instrumental, en un ejercicio sin precedentes de hacer de él un útil al servicio de una práctica artística que se define con la "presencia", con la acción espacio-temporal.
Fue en la fiesta que Esther organiza todos los años en Navidad y que solemos llamar coloquialmente como la de los "sin familia". Lo reconocí al instante, era de color ámbar, de una transparencia que no había podido imaginar. No podía ser otro; me sentía feliz de poder demostrar que aquella sombra de Tu m’… -el cuadro que Duchamp realizó en 1918 para la biblioteca de los Dreier- era la proyectada por un sacacorchos como aquel. Que yo sepa, nadie ha averiguado todavía el paradero de ese sacacorchos cuya sombra aparece en el cuadro junto a las de sus más conocidos readymades. Lo divertido de esta historia es que fuera en casa de Esther, a la que nunca he logrado convencer de mi idea sobre la transparencia buscada por Duchamp para romper con la opacidad del bloque cubista, donde, por azar, llegué a identificar el sacacorchos.
Esta anécdota me confirma que los objetos elegidos por Duchamp no eran por tanto tan indiferentes artísticamente hablando como él quería hacer creer. Muchos de ellos son estructuras simétricas en franca oposición al juego de asimetrías puesto en marcha en obras tan paradigmáticas del cubismo como la "Cabeza de caballo" de Duchamp-Villon. Allí el espectador tiene que rodear la escultura para aprehender la forma en su totalidad. La evidencia formal de readymades como el botellero, el perchero o la rueda de bicicleta hace innecesario este rodeo. El propio sacacorchos, como objeto traslúcido que permitía ser visto en todas sus dimensiones desde un solo ángulo, era una prueba más a mi favor.
Las dificultades que tuvo Duchamp para encontrar nuevos readymades contrasta con la proliferación de objetos en el arte de hoy. Para él supuso, ante todo, una ruptura consigo mismo frente a las reminiscencias que arrastraba del cubismo. Pero mi interés por la obra de arte y sus secretos -mi posición de espectadora que se interroga sobre ella más allá de su forma- no es algo que afecte a Esther Ferrer. Su postura desmitificadora le impide caer en este juego de especulaciones historicistas.
La acción
Duchamp puso en sintonía la dualidad hombre-máquina con la que se definió la modernidad. La era de la máquina -la que sorprendió a dadaístas, futuristas, constructivistas, etc.-, con sus emblemáticos coches y aviones, sigue proyectándose sobre nosotros a través del ordenador. Cuando éste narra las impresiones de su primer viaje en automóvil, en compañía de Picabia, nos está dando más claves sobre el readymade que muchas otras especulaciones que se hayan podido hacer sobre el origen de este concepto artístico que ha originado una de las mayores transformaciones estéticas del siglo. El automóvil fue quizá para estos artistas lo que el tren para los impresionistas. Muchos de éstos encontraron en la máquina de vapor y en las nuevas construcciones en hierro motivos suficientes para renovar el imaginario artístico. Pero mientras que el tren fue para el arte del XIX algo inseparable de su entorno, de sus monumentales estaciones, de sus viajeros, de su incursión en el paisaje, el automóvil dejaba de ser motivo pictórico para convertirse en símbolo de una velocidad inaprensible, en un apéndice del hombre. El mecanicismo industrial contribuyó a crear la idea de que se cerraba el capítulo homo faber de la historia de la humanidad.
La mutación artística generada por Duchamp ha tenido una honda influencia y una existencia autónoma respecto a las condiciones tecnológicas que provocaron esta intuición. Sin embargo, los sesenta fueron años de máquinas muy destructivas, cualquier ciudad de Vietnam podía ser una nueva Hiroshima y se conocían muy bien las terribles consecuencias de la bomba atómica. Los sesenta es la década en la que surge la generación de artistas a la que pertenece Esther Ferrer, una generación que abandona el taller no para reemplazarlo por el objeto manufacturado sino para salir al encuentro con el espectador, para situar la vida como única posibilidad para la obra de arte.
El happening señalaba el espíritu de la época, así como el teatro del absurdo. Era la recuperación del espíritu Dada en un nuevo contexto donde la idea de un público receptor del mensaje artístico se ampliaba a causa de la producción del objeto en serie, la difusión masiva de la obra artística gracias a la televisión y el libro divulgativo. Si en Dada el público era no sólo provocado sino, frecuentemente, violentado, el happening sencillamente lo incluye: "En el aire estaba la idea de cambiar el trinomio espectáculo, espectador, actor", declara Esther Ferrer. "En la performance, al menos en las mías, no pido nada al público, y menos aún su participación por la pura y simple razón de que participa automáticamente, lo quiera o no. Cuando en un lugar determinado, a una hora dada, hago una performance, los roles comienzan a confundirse. Es como una trampa. El espectador es tan performer como yo, incluso si decide marcharse, si llega a "interrumpir" la performance e incluso sin querer serlo. Forma parte de la acción, está en el interior". Se podría decir que la abolición de la dicotomía actor-performer sale al encuentro del espectador duchampiano para sustraerle sus últimas ilusiones, los residuos de un usufructo a la hora de atribuir valores estéticos a cualquier objeto.
Esta inclusión en el espectáculo se relaciona directamente con el espectador definido por Duchamp en su famoso ensayo El Acto creador, aquel espectador que "refina" la obra de arte en estado crudo (l'art brut): "el acto creador no se efectúa por el artista sólo; el espectador pone la obra en contacto con el mundo exterior descifrando e interpretando sus características internas, y así añade su aportación al acto creador ...". Sin embargo, en la performance, "al coincidir en un tiempo y espacio el espectador y el artista, las cosas se complican, el rol del espectador cambia sustancialmente en un juego infinito de posibilidades entre uno y otro lado de este nuevo acto creador".
El acto creador fue una conferencia escrita en el año 1957 y cinco años antes, en 1952, John Cage, Merce Cunninghan y Robert Rauschenberg habían realizado el primer happening de la historia en el Black Mountain College; en ese mismo año tuvo lugar la primera representación de la mítica pieza de silencio de Cage, 4'33". En plenos años sesenta, cuando Cage afirma que las mismas ideas se desarrollan en varios lugares simultáneamente, está situándonos, al margen de que ésa fuese su intención, en el centro de un problema en el que todos parecen cuestionarse la función o el papel del público, y ya no sólo Duchamp.
La presencia
De la triada con la que Esther Ferrer define la performance, tiempo, espacio y presencia, es esta última la que nos orienta en esa espiral laberíntica de la búsqueda de un sentido liberado de las pulsiones de la trascendencia. Se trata de una empresa de demolición del arte entendido como vehículo privilegiado de una sustitución. La presencia es el núcleo principal de una actividad que convierte en ilusoria cualquier tentativa de proyectar toda acción más allá de la evidencia. Las primeras intervenciones del grupo ZAJ eran denominadas por ellos mismos como conciertos (Juan Hidalgo y Walter Marchetti procedían de la música), pero se situaban en el ámbito genérico de las acciones o intervenciones -el término de performances vendría más tarde y el de happenings se colocaba en otro plano de actividad-; el tiempo y el espacio eran, en ellas, obvio; la presencia también, pero de otro modo: era ella la que catalizaba la reflexión sobre las otras. No son tres lados iguales de una figura regular, la presencia arquea los otros dos parámetros, los fuerza a manifestarse como un hueco del sentido, como elementos contenedores de un vaciado metódico. Es el estar desplazando al ser: lo que está dejará de estar, lo que es tiene vocación de seguir siendo. Las lenguas que no diferencian estos dos modos del verbo quizás precisen de un rodeo conceptual para alcanzar análoga comprensión de esta idea.
La ausencia
La militancia por lo efímero que ha manifestado siempre el trabajo de Esther explica por qué acciones y objetos se realimentan: poner algo a funcionar es liberarlo de su halo, apresarlo en una de sus posibilidades y forzarlo a tener un comportamiento definido que termina por banalizar su inmanencia. No muy distinta es la función de la performer: enunciadora de su propia temporalidad y de un código de instrucciones que devuelven al espectador su propia expectativa, sus insaciables deseos de ficciones. Muchos de los objetos que Esther Ferrer ha expuesto, al margen de sus performances, son maquetas y series. El material documental, todo aquello que constituye una huella de sus performances -fotografías, textos, etc.- le ha retraído siempre: "representar una performance solamente con la documentación es "disecar" los hechos". Todo esto conduce hacia una operación de fracturación semántica: algo que nos envía a otra cosa sin ser signo de ella.
Ésta es una de las claves de Esther Ferrer a la hora de materializar sus ideas. Una performance de Esther puede contener objetos y, llegado el caso, se constituyen en piezas de una exposición determinada -las sillas, por ejemplo-; pero no dicen nada de tal performance, no la completan ni la enuncian, son objetos mudos, una circularidad sin acumulación de trascendencia se establece entre los dos ámbitos. Para alcanzar ese grado neutro de la significación es necesaria una enorme disciplina, es ahí donde su trabajo ha desbordado la trayectoria de ZAJ. Frente a la superación de la trascendencia, que constituyó el principal activo del histórico grupo, la labor de Esther Ferrer ha alcanzado una nueva etapa que le permite poner a funcionar mecanismos dinámicos fríos. Para ello, hace falta poseer una aguda conciencia de la deriva semántica de los objetos, o mejor sería decir de la deriva de las ansias de significado del público ante los objetos.
La presencia es otra forma de objeto. En sus performances la presencia invoca operaciones de sentido inmediato, la comprensión del ahora inhibe impulsos de proyección que precisan de un origen y un destino para cualquier operación de significación. Con ello, el espectador mismo deviene otro objeto, una presencia referida a los parámetros espacio-temporales reales de la performance: "Yo soy el espectáculo del espectador, pero él, por su parte, no sólo es mi propio espectáculo sino también el espectáculo de todo el resto de la audiencia". La instalación de pared Mírame o mírate con otros ojos ejemplifica fielmente esta forma de entender la performance conducida al plano objetual, así como el proceso de su superación. Consta de un díptico, mitad espejo, mitad autorretrato fotográfico, rodeado de un marco con clavos de los que cuelga con cadenas un buen número de gafas. El espectador puede o no servirse de ellas para mirar con esos "otros ojos" pero, tanto si lo hace como si no, seguirá siendo espectador tanto de la obra de arte como de sí mismo. Con instalaciones de este tipo, Esther Ferrer ataca su propia regla de la presencia, de la suya en todo caso; la propuesta implica exclusivamente a quien quiera integrarse en un círculo de evidencias que difícilmente irán más lejos que lo que la propia pieza propone: mirar-mirarse.
Un universo sin ficciones
No es posible que Esther Ferrer se haga ilusiones sobre la enorme tarea de alcanzar un ámbito cultural libre de ficciones: "Si la utopía es el lugar del abrigo total, la performance es todo lo contrario". Este espacio áspero de la performance que nos propone es el lugar en el que se verifica una depuración y no puede conducir más que a un despojamiento de la realidad. El abrigo es una enésima estrategia de la ficción y proporciona una trayectoria temporal que, por su propia naturaleza, reconforta, crea un origen, "casi como un seno materno" que se proyecta hacia la aspiración máxima de la fabulación: la utopía.
Consecuentemente, hacer performances para Esther es salir del abrigo de la ficción, pero ésta es una tendencia casi gravitatoria de la personalidad en el ámbito occidental y el valor estético es una de sus manifestaciones. La metamorfosis duchampiana ha sido ampliamente invertida a causa de esta inercia. La tendencia a atribuir valor estético -como la de atribuir valor mágico- a los objetos está profundamente arraigada. El simple cambio de paradigma objetual, a lo Duchamp, no elimina, ni siquiera reduce, esta presión, como lo muestra la práctica artística de esta última década.
Frente a esto, Esther Ferrer propone una labor cotidiana que puede, también, manifestarse como una ausencia: "Siéntese en una silla y permanezca sentado/a hasta que la muerte los separe." Esta fórmula matrimonial invita, desde luego, a no significar la relación con un objeto; pero también nos indica que esa negación del significado es una labor proyectada en el tiempo, es activa puesto que, en cualquier momento, la voluntad negadora puede flaquear. El riesgo es constante de que la presencia derive hacia la necesidad autojustificadora y caiga en la narración reconfortante. Para evitarlo, la profilaxis consiste en la diversificación de líneas de trabajo que articulen cotidianamente la negación de las trampas de la ficción.
Performar objetos
Estamos ante una de las personalidades esenciales en el terreno de la performance. La pureza de su concepción y el rigor en su ejecución convierten a Esther Ferrer en una de las grandes protagonistas de esta disciplina. Pero además de la acción, existen los objetos, principal fuente de malentendidos a la hora de ejercer una práctica que se aparta de la ficción. ¿Cuál es la relación entre objetos y performances en sus propuestas? ¿Cómo conseguir a través de éstos la emancipación de las estrategias narrativas subyacentes? Según Octavio Paz, una pintura desprovista de contenidos metapictóricos y que, por tanto, sólo se representa a sí misma constituye "una presencia realmente invisible", pero invisible no significa inexistente. No obstante, en el ámbito de la representación es imposible ir más allá de lo invisible y a la actividad artística no le es dado escapar de la representación más que a riesgo de caer en una nueva utopía.
Lo invisible es, pues, el ámbito máximo de la actividad objetual de Esther Ferrer. El estatuto de sus objetos con relación a sus performances es, precisamente, el de esa presencia invisible. Al esconder su propia presencia, provoca que surja la presencia de la del espectador y le fija obligaciones. En la ausencia de la performer (que, al fin y al cabo, siempre es potencialmente un guía en el desarrollo de la acción y puede correr el riesgo de realimentar la pasividad de ese otro performer que es el espectador), los objetos no pueden ser otra cosa que inductores de la única reflexión posible: la que lleva a percibirlos como su propia evidencia y, en consecuencia, la nuestra..
El concepto de instalación en las últimas generaciones artísticas ha tendido a hacer creer que cualquier característica de un objeto es intencional si se le rodea de un campo lingüístico o, dicho de otro modo, de una facultad de significación cuyas premisas nacen, precisamente, de la voluntad artística de ofrecerlo como instalación. Es el retorno triunfal de la inversión duchampiana: designar es ya dotar a algo de un origen, al modo de la oración performativa "yo te bendigo". Esther Ferrer se enfrenta a esto o, al menos, camina a contracorriente. Por ello es tan importante la relación de esos objetos con sus performances sin, por ello, significarlas. Son autónomos, pero no viven al margen de una presencia, en este caso la del espectador, ni nacen al margen de otra, la de la performer. Con ello, consigue que los roles de ambos se hagan intercambiables. Espectador y artista confunden sus papeles hasta hacer irreconocible el espacio asignado a cada cual.
Sus objetos performativos no son ni esculturas, ni cuadros, ni fotografías, ni vídeos, ni instalaciones pese a compartir características físicas de todos ellos. Las maquetas pueden indicar trabajos preparatorios, al modo de los bocetos, pero pueden vivir así (de hecho así ha sido durante más de veinte años) hasta que su estatuto de objetos efímeros los destruya. Cuando cobran forma en un gran proyecto de instalación o en una serie, su relación no es de consanguineidad, lo uno y lo otro establecen relaciones con el espectador que no dependen de un trayecto específico entre ellos mismos. Sus series (Juguetes educativos, Historia de las religiones, Libro del sexo, etc.) pueden prolongarse "hasta que la muerte los separe" o detenerse en cualquier momento sin reducir su capacidad de evidencia.
Ante estos trabajos, el espectador se ve librado al ejercicio más alto y complejo al que le puede someter el arte contemporáneo: la ausencia de una ficción, algo que ya había sido escrupulosamente explorado por ella en el ejercicio de sus performances pero que, hasta ahora, nadie ha analizado como es debido en estas propuestas objetuales.
Gloria Collado, 1997
Texto extraído de:
http://www.arteleku.net/estherferrer/Textos/cosas.html
Gloria Collado
Texto publicado en el catálogo Esther Ferrer, De la acción al objeto y viceversa editado con motivo de la exposición que con el mismo nombre se celebró en el Koldo Mitxelena Kulturunea de San Sebastián del 4 de Diciembre de 1997 al 4 de Febrero de 1998.
Lo necesitaba para una performance que tenía que hacer Esther Ferrer en Madrid. Busqué en El Rastro, en las ferreterías de la calle Toledo, y acabé dando con él en una de la calle de Atocha tan vieja como sus enguardapolvados dependientes. El martillo tenía que ser grande, con mango redondo y con uno de sus extremos curvado, de esos que se bifurcan para sacar clavos. No valían todos; según me dijo Esther, el que ella quería tenía que quedar inclinado hacia delante y si tenía alguna duda no tenía nada más que probarlo. Y lo hice, claro. Era lo más normal del mundo probar un martillo colocándomelo en la cabeza.
Un año antes, había escrito que la relación que establece Esther con los objetos puede ser de cualquier índole menos indiferente. Era a propósito de la definición duchampiana del readymade como un objeto ante el que no podemos mostrar nada más que indiferencia, en el sentido de que no remite a ninguna idea preconcebida del arte. Esther Ferrer se sitúa en el polo opuesto de esta normativa que se impuso Duchamp. Para éste, la transgresión no va más allá del objeto artístico, el artista es el que decide cuándo una cosa es arte y cuándo no, pero éste sigue siendo ante todo un arte objetual. Esther, en cambio, parte de la desmitificación del objeto artístico remitiéndolo a su funcionalidad, a su papel instrumental, en un ejercicio sin precedentes de hacer de él un útil al servicio de una práctica artística que se define con la "presencia", con la acción espacio-temporal.
Fue en la fiesta que Esther organiza todos los años en Navidad y que solemos llamar coloquialmente como la de los "sin familia". Lo reconocí al instante, era de color ámbar, de una transparencia que no había podido imaginar. No podía ser otro; me sentía feliz de poder demostrar que aquella sombra de Tu m’… -el cuadro que Duchamp realizó en 1918 para la biblioteca de los Dreier- era la proyectada por un sacacorchos como aquel. Que yo sepa, nadie ha averiguado todavía el paradero de ese sacacorchos cuya sombra aparece en el cuadro junto a las de sus más conocidos readymades. Lo divertido de esta historia es que fuera en casa de Esther, a la que nunca he logrado convencer de mi idea sobre la transparencia buscada por Duchamp para romper con la opacidad del bloque cubista, donde, por azar, llegué a identificar el sacacorchos.
Esta anécdota me confirma que los objetos elegidos por Duchamp no eran por tanto tan indiferentes artísticamente hablando como él quería hacer creer. Muchos de ellos son estructuras simétricas en franca oposición al juego de asimetrías puesto en marcha en obras tan paradigmáticas del cubismo como la "Cabeza de caballo" de Duchamp-Villon. Allí el espectador tiene que rodear la escultura para aprehender la forma en su totalidad. La evidencia formal de readymades como el botellero, el perchero o la rueda de bicicleta hace innecesario este rodeo. El propio sacacorchos, como objeto traslúcido que permitía ser visto en todas sus dimensiones desde un solo ángulo, era una prueba más a mi favor.
Las dificultades que tuvo Duchamp para encontrar nuevos readymades contrasta con la proliferación de objetos en el arte de hoy. Para él supuso, ante todo, una ruptura consigo mismo frente a las reminiscencias que arrastraba del cubismo. Pero mi interés por la obra de arte y sus secretos -mi posición de espectadora que se interroga sobre ella más allá de su forma- no es algo que afecte a Esther Ferrer. Su postura desmitificadora le impide caer en este juego de especulaciones historicistas.
La acción
Duchamp puso en sintonía la dualidad hombre-máquina con la que se definió la modernidad. La era de la máquina -la que sorprendió a dadaístas, futuristas, constructivistas, etc.-, con sus emblemáticos coches y aviones, sigue proyectándose sobre nosotros a través del ordenador. Cuando éste narra las impresiones de su primer viaje en automóvil, en compañía de Picabia, nos está dando más claves sobre el readymade que muchas otras especulaciones que se hayan podido hacer sobre el origen de este concepto artístico que ha originado una de las mayores transformaciones estéticas del siglo. El automóvil fue quizá para estos artistas lo que el tren para los impresionistas. Muchos de éstos encontraron en la máquina de vapor y en las nuevas construcciones en hierro motivos suficientes para renovar el imaginario artístico. Pero mientras que el tren fue para el arte del XIX algo inseparable de su entorno, de sus monumentales estaciones, de sus viajeros, de su incursión en el paisaje, el automóvil dejaba de ser motivo pictórico para convertirse en símbolo de una velocidad inaprensible, en un apéndice del hombre. El mecanicismo industrial contribuyó a crear la idea de que se cerraba el capítulo homo faber de la historia de la humanidad.
La mutación artística generada por Duchamp ha tenido una honda influencia y una existencia autónoma respecto a las condiciones tecnológicas que provocaron esta intuición. Sin embargo, los sesenta fueron años de máquinas muy destructivas, cualquier ciudad de Vietnam podía ser una nueva Hiroshima y se conocían muy bien las terribles consecuencias de la bomba atómica. Los sesenta es la década en la que surge la generación de artistas a la que pertenece Esther Ferrer, una generación que abandona el taller no para reemplazarlo por el objeto manufacturado sino para salir al encuentro con el espectador, para situar la vida como única posibilidad para la obra de arte.
El happening señalaba el espíritu de la época, así como el teatro del absurdo. Era la recuperación del espíritu Dada en un nuevo contexto donde la idea de un público receptor del mensaje artístico se ampliaba a causa de la producción del objeto en serie, la difusión masiva de la obra artística gracias a la televisión y el libro divulgativo. Si en Dada el público era no sólo provocado sino, frecuentemente, violentado, el happening sencillamente lo incluye: "En el aire estaba la idea de cambiar el trinomio espectáculo, espectador, actor", declara Esther Ferrer. "En la performance, al menos en las mías, no pido nada al público, y menos aún su participación por la pura y simple razón de que participa automáticamente, lo quiera o no. Cuando en un lugar determinado, a una hora dada, hago una performance, los roles comienzan a confundirse. Es como una trampa. El espectador es tan performer como yo, incluso si decide marcharse, si llega a "interrumpir" la performance e incluso sin querer serlo. Forma parte de la acción, está en el interior". Se podría decir que la abolición de la dicotomía actor-performer sale al encuentro del espectador duchampiano para sustraerle sus últimas ilusiones, los residuos de un usufructo a la hora de atribuir valores estéticos a cualquier objeto.
Esta inclusión en el espectáculo se relaciona directamente con el espectador definido por Duchamp en su famoso ensayo El Acto creador, aquel espectador que "refina" la obra de arte en estado crudo (l'art brut): "el acto creador no se efectúa por el artista sólo; el espectador pone la obra en contacto con el mundo exterior descifrando e interpretando sus características internas, y así añade su aportación al acto creador ...". Sin embargo, en la performance, "al coincidir en un tiempo y espacio el espectador y el artista, las cosas se complican, el rol del espectador cambia sustancialmente en un juego infinito de posibilidades entre uno y otro lado de este nuevo acto creador".
El acto creador fue una conferencia escrita en el año 1957 y cinco años antes, en 1952, John Cage, Merce Cunninghan y Robert Rauschenberg habían realizado el primer happening de la historia en el Black Mountain College; en ese mismo año tuvo lugar la primera representación de la mítica pieza de silencio de Cage, 4'33". En plenos años sesenta, cuando Cage afirma que las mismas ideas se desarrollan en varios lugares simultáneamente, está situándonos, al margen de que ésa fuese su intención, en el centro de un problema en el que todos parecen cuestionarse la función o el papel del público, y ya no sólo Duchamp.
La presencia
De la triada con la que Esther Ferrer define la performance, tiempo, espacio y presencia, es esta última la que nos orienta en esa espiral laberíntica de la búsqueda de un sentido liberado de las pulsiones de la trascendencia. Se trata de una empresa de demolición del arte entendido como vehículo privilegiado de una sustitución. La presencia es el núcleo principal de una actividad que convierte en ilusoria cualquier tentativa de proyectar toda acción más allá de la evidencia. Las primeras intervenciones del grupo ZAJ eran denominadas por ellos mismos como conciertos (Juan Hidalgo y Walter Marchetti procedían de la música), pero se situaban en el ámbito genérico de las acciones o intervenciones -el término de performances vendría más tarde y el de happenings se colocaba en otro plano de actividad-; el tiempo y el espacio eran, en ellas, obvio; la presencia también, pero de otro modo: era ella la que catalizaba la reflexión sobre las otras. No son tres lados iguales de una figura regular, la presencia arquea los otros dos parámetros, los fuerza a manifestarse como un hueco del sentido, como elementos contenedores de un vaciado metódico. Es el estar desplazando al ser: lo que está dejará de estar, lo que es tiene vocación de seguir siendo. Las lenguas que no diferencian estos dos modos del verbo quizás precisen de un rodeo conceptual para alcanzar análoga comprensión de esta idea.
La ausencia
La militancia por lo efímero que ha manifestado siempre el trabajo de Esther explica por qué acciones y objetos se realimentan: poner algo a funcionar es liberarlo de su halo, apresarlo en una de sus posibilidades y forzarlo a tener un comportamiento definido que termina por banalizar su inmanencia. No muy distinta es la función de la performer: enunciadora de su propia temporalidad y de un código de instrucciones que devuelven al espectador su propia expectativa, sus insaciables deseos de ficciones. Muchos de los objetos que Esther Ferrer ha expuesto, al margen de sus performances, son maquetas y series. El material documental, todo aquello que constituye una huella de sus performances -fotografías, textos, etc.- le ha retraído siempre: "representar una performance solamente con la documentación es "disecar" los hechos". Todo esto conduce hacia una operación de fracturación semántica: algo que nos envía a otra cosa sin ser signo de ella.
Ésta es una de las claves de Esther Ferrer a la hora de materializar sus ideas. Una performance de Esther puede contener objetos y, llegado el caso, se constituyen en piezas de una exposición determinada -las sillas, por ejemplo-; pero no dicen nada de tal performance, no la completan ni la enuncian, son objetos mudos, una circularidad sin acumulación de trascendencia se establece entre los dos ámbitos. Para alcanzar ese grado neutro de la significación es necesaria una enorme disciplina, es ahí donde su trabajo ha desbordado la trayectoria de ZAJ. Frente a la superación de la trascendencia, que constituyó el principal activo del histórico grupo, la labor de Esther Ferrer ha alcanzado una nueva etapa que le permite poner a funcionar mecanismos dinámicos fríos. Para ello, hace falta poseer una aguda conciencia de la deriva semántica de los objetos, o mejor sería decir de la deriva de las ansias de significado del público ante los objetos.
La presencia es otra forma de objeto. En sus performances la presencia invoca operaciones de sentido inmediato, la comprensión del ahora inhibe impulsos de proyección que precisan de un origen y un destino para cualquier operación de significación. Con ello, el espectador mismo deviene otro objeto, una presencia referida a los parámetros espacio-temporales reales de la performance: "Yo soy el espectáculo del espectador, pero él, por su parte, no sólo es mi propio espectáculo sino también el espectáculo de todo el resto de la audiencia". La instalación de pared Mírame o mírate con otros ojos ejemplifica fielmente esta forma de entender la performance conducida al plano objetual, así como el proceso de su superación. Consta de un díptico, mitad espejo, mitad autorretrato fotográfico, rodeado de un marco con clavos de los que cuelga con cadenas un buen número de gafas. El espectador puede o no servirse de ellas para mirar con esos "otros ojos" pero, tanto si lo hace como si no, seguirá siendo espectador tanto de la obra de arte como de sí mismo. Con instalaciones de este tipo, Esther Ferrer ataca su propia regla de la presencia, de la suya en todo caso; la propuesta implica exclusivamente a quien quiera integrarse en un círculo de evidencias que difícilmente irán más lejos que lo que la propia pieza propone: mirar-mirarse.
Un universo sin ficciones
No es posible que Esther Ferrer se haga ilusiones sobre la enorme tarea de alcanzar un ámbito cultural libre de ficciones: "Si la utopía es el lugar del abrigo total, la performance es todo lo contrario". Este espacio áspero de la performance que nos propone es el lugar en el que se verifica una depuración y no puede conducir más que a un despojamiento de la realidad. El abrigo es una enésima estrategia de la ficción y proporciona una trayectoria temporal que, por su propia naturaleza, reconforta, crea un origen, "casi como un seno materno" que se proyecta hacia la aspiración máxima de la fabulación: la utopía.
Consecuentemente, hacer performances para Esther es salir del abrigo de la ficción, pero ésta es una tendencia casi gravitatoria de la personalidad en el ámbito occidental y el valor estético es una de sus manifestaciones. La metamorfosis duchampiana ha sido ampliamente invertida a causa de esta inercia. La tendencia a atribuir valor estético -como la de atribuir valor mágico- a los objetos está profundamente arraigada. El simple cambio de paradigma objetual, a lo Duchamp, no elimina, ni siquiera reduce, esta presión, como lo muestra la práctica artística de esta última década.
Frente a esto, Esther Ferrer propone una labor cotidiana que puede, también, manifestarse como una ausencia: "Siéntese en una silla y permanezca sentado/a hasta que la muerte los separe." Esta fórmula matrimonial invita, desde luego, a no significar la relación con un objeto; pero también nos indica que esa negación del significado es una labor proyectada en el tiempo, es activa puesto que, en cualquier momento, la voluntad negadora puede flaquear. El riesgo es constante de que la presencia derive hacia la necesidad autojustificadora y caiga en la narración reconfortante. Para evitarlo, la profilaxis consiste en la diversificación de líneas de trabajo que articulen cotidianamente la negación de las trampas de la ficción.
Performar objetos
Estamos ante una de las personalidades esenciales en el terreno de la performance. La pureza de su concepción y el rigor en su ejecución convierten a Esther Ferrer en una de las grandes protagonistas de esta disciplina. Pero además de la acción, existen los objetos, principal fuente de malentendidos a la hora de ejercer una práctica que se aparta de la ficción. ¿Cuál es la relación entre objetos y performances en sus propuestas? ¿Cómo conseguir a través de éstos la emancipación de las estrategias narrativas subyacentes? Según Octavio Paz, una pintura desprovista de contenidos metapictóricos y que, por tanto, sólo se representa a sí misma constituye "una presencia realmente invisible", pero invisible no significa inexistente. No obstante, en el ámbito de la representación es imposible ir más allá de lo invisible y a la actividad artística no le es dado escapar de la representación más que a riesgo de caer en una nueva utopía.
Lo invisible es, pues, el ámbito máximo de la actividad objetual de Esther Ferrer. El estatuto de sus objetos con relación a sus performances es, precisamente, el de esa presencia invisible. Al esconder su propia presencia, provoca que surja la presencia de la del espectador y le fija obligaciones. En la ausencia de la performer (que, al fin y al cabo, siempre es potencialmente un guía en el desarrollo de la acción y puede correr el riesgo de realimentar la pasividad de ese otro performer que es el espectador), los objetos no pueden ser otra cosa que inductores de la única reflexión posible: la que lleva a percibirlos como su propia evidencia y, en consecuencia, la nuestra..
El concepto de instalación en las últimas generaciones artísticas ha tendido a hacer creer que cualquier característica de un objeto es intencional si se le rodea de un campo lingüístico o, dicho de otro modo, de una facultad de significación cuyas premisas nacen, precisamente, de la voluntad artística de ofrecerlo como instalación. Es el retorno triunfal de la inversión duchampiana: designar es ya dotar a algo de un origen, al modo de la oración performativa "yo te bendigo". Esther Ferrer se enfrenta a esto o, al menos, camina a contracorriente. Por ello es tan importante la relación de esos objetos con sus performances sin, por ello, significarlas. Son autónomos, pero no viven al margen de una presencia, en este caso la del espectador, ni nacen al margen de otra, la de la performer. Con ello, consigue que los roles de ambos se hagan intercambiables. Espectador y artista confunden sus papeles hasta hacer irreconocible el espacio asignado a cada cual.
Sus objetos performativos no son ni esculturas, ni cuadros, ni fotografías, ni vídeos, ni instalaciones pese a compartir características físicas de todos ellos. Las maquetas pueden indicar trabajos preparatorios, al modo de los bocetos, pero pueden vivir así (de hecho así ha sido durante más de veinte años) hasta que su estatuto de objetos efímeros los destruya. Cuando cobran forma en un gran proyecto de instalación o en una serie, su relación no es de consanguineidad, lo uno y lo otro establecen relaciones con el espectador que no dependen de un trayecto específico entre ellos mismos. Sus series (Juguetes educativos, Historia de las religiones, Libro del sexo, etc.) pueden prolongarse "hasta que la muerte los separe" o detenerse en cualquier momento sin reducir su capacidad de evidencia.
Ante estos trabajos, el espectador se ve librado al ejercicio más alto y complejo al que le puede someter el arte contemporáneo: la ausencia de una ficción, algo que ya había sido escrupulosamente explorado por ella en el ejercicio de sus performances pero que, hasta ahora, nadie ha analizado como es debido en estas propuestas objetuales.
Gloria Collado, 1997
Texto extraído de:
http://www.arteleku.net/estherferrer/Textos/cosas.html