Extractos sobre el cuerpo. Armando Rojas Guardia

Extractos sobre el cuerpo en el libro El Dios de la Intemperie de Armando Rojas Guardia


¿Quién eres, tú sonoro al fondo de mi mismo?

¿Cómo te llamas, horizonte presentido, oscuridad ansiada, ápice del fin, paisaje último donde el gozo no puede saber sino a agonía, olor álgido de un páramo donde la nada hace vomitar y el ser marea, rayo de muerte que sin embargo incendia toda vida?

¿Quién eres?

Palabra y silencio, abrazo perfecto y soledad que aterra, memoria secreta de la que se desprenden todos los recuerdos acallados y, a la vez, olvido radical en cuyo vértigo el pasado se disuelve y sólo queda un presente inenarrable (para describirlo, las viejas palabras no nos sirven).

¿Quién eres, canto irreprimible, color inesperado, brillante y sutilísimo, ventana central de la alabanza, de la admiración, de una complacencia sobrecogida y tierna (si la ternura puede colindar con el espanto de una dicha inencontrable, pero cierta como el sol?).

Amado en cuya carne espera la Amada que anhelábamos, Amigo que bien puede ser el (¿la?) amante que desde la sombra nos corteja, Padre vacío como la vagina materna.

Mi Camarada, compañero dulcísimo y atroz de un juego que resume todas las emociones de todos los juegos de la infancia, cómplice sagrado de un póker de naipes tan cruciales como el destino y tan maravillosos como aquellos que hambrea el vicio del jugador empedernido.

¿Cómo describir tu rostro sin ojos que me mira?
¿Cómo decir que te temo deseándote?

Hundirse lenta, pausada, conscientemente en el silencio. Luchar por permanecer abierto (vital, íntima, incluso afectivamente abierto). Ahogar los ecos importunos (los que se levantan de inmediato cuando intentamos imponerles silencio). Tratar de hacerse uno mismo un vasto silencio sensible, a la espera. Alargarse hasta el límite, hasta el ápice donde centellea el contacto.

Hay una calma central que subyace al ajetreo y al ruido. Una lujosa quietud, un soberano despliegue, una madura pulpa de paz. Basta reinstalarse en ella.


A veces, cuánto cuesta permanecer dentro del clima de ese polo que me imanta. Todo mi psiquismo, y mi cuerpo incluso, se endurecen, se enconchan, se vuelven impenetrables, pesados de toda pesadez, aterradoramente secos.

Duele, entonces, ser.

Una atonía general, una obesidad del espíritu, se expanden atrofiando lo que era agilidad, gracia compacta.

(...)

En la enfermedad la conciencia se religa con la masa atávica del cuerpo, con la materia de la cual es el producto livianísimo (a la que muchas veces tiende a ver, sobre todo en Occidente, como su opuesto, como su enemigo); se constata a sí misma como “angustia y tormento de la materia”, para utilizar la expresión de Jacob Böhme.

En fin, en el centro de la enfermedad la conciencia toca, con tacto inédito, la finitud y la transitoriedad. ¿Qué sería una conciencia que no hubiera gustado la muerte? Sólo “hybris”, desmesura y fatuidad. En otro sentido, mero idealismo.

(...)

El interior del cuerpo, de todo cuerpo, es dionisíacamente femenino. “La equiparación simbólica femenino=cuerpo=recipiente corresponde a las experiencias más elementales de la humanidad sobre lo femenino, por las cuales lo femenino se experimenta a sí mismo y es experimentado también por lo masculino” (E. Neumann, La gran madre). Y es que ese interior del cuerpo se asemeja arquetípicamente a lo inconsciente, matriz de lo simbólico femenino y dionisíaco.

Es sabido que para Nietzsche el sujeto no es el ego cartesiano. No es el yo el fundamento del sujeto nietzscheano: el yo es sólo un recurso de la voluntad de poder para afirmarse en el devenir (es una manera de orientarse en él). El punto de partida de la concepción nietzscheana del sujeto es, precisamente, el cuerpo. Pero en su obra hay dos palabras para referirse al cuerpo: una, “khörder”, que designa al cuerpo visto desde afuera, tal como es captado exteriormente por los sentidos, un “extracuerpo”; y otra, “leib”, que significa el “intracuerpo”, el cuerpo como visto (y más que visto, captado, percibido –gozado y padecido-) desde adentro, experimentado internamente como proceso vital, casi en el orden de las sensaciones kinestésicas.

Así, para Nietzsche, el punto de vista del sujeto radica en el “leib”. A través de éste, la corriente de la vida pasa a través de nosotros: tiene, pues, el cuerpo, así considerado, un carácter de apertura y pasadizo al devenir. Lo que está implícito en el “leib” es que el hombre es, desde su mismo cuerpo, religación dionisíaca. Se comprende, entonces, por qué la afirmación de Dionisos, como fluido de esa misma vida infra y suprarracional que asciende de las capas últimas de nuestro cuerpo, es femenina, porque son femeninos el interior del cuerpo y el talante trágico.

Ya lo había dicho el autor de Así hablaba Zaratustra: la catastrofe de Occidente ha consistido en una progresiva ocultación de la tragedia, de la afirmación dionisíaca, cuya base de sustentación es la riqueza y la plenitud del cuerpo, del interior del cuerpo. Esa es, en cierto sentido, una de las consecuencias de la masculinización de la civilización occidental bajo la égida de la Razón, que culmina en el espíritu hipostasiado y en la abstracción del “eidos”, de la idea.
Pero ese falocratismo racionalista desde hace tiempo ha empezado a ser erosionado, no sólo por la “experiencia de la escritura corporal” de la literatura moderna (en general, toda ella está obsesionada por hacer del cuerpo el referente central de sus violaciones del discurso establecido: véase los Chants de Maldoror, Le Théatre et son Double, Madame Edwarda, la obra de Juan Goytisolo, en el medio hispánico), sino también por esa lenta pero indetenible marea de los discursos marginales victimizados por el Poder burgués (patriarcal hasta los tuétanos) y que, en cierto modo, brota como contraofensiva de lo secularmente reprimido: el cuerpo (como ya he dicho), pero también, ligado a él, el Anima, la Mujer en nosotros y todos los estallidos heterotópicos del Eros “perverso”, que subvierten, clandestinamente, el reinado de aquella Norma falocrática.

El cristianismo surgió en el contexto de una religión uránica, paternal, masculina, como lo es el judaísmo. Un tipo de religión orientado, no precisamente hacia lo ctónico (lo telúrico), la tierra, la generación y los misterios de la muerte, sino más bien hacia la infinitud (lo celestial como símbolo contrapuesto a lo terrestre), hacia la trascendencia. El judaísmo no es religión maternal; por eso, no está enfocado hacia el origen, el paraíso terrenal y la reconciliación primordial, sino sobre todo hacia el final de la historia, hacia el futuro, hacia la salvación escatológica.

Eso quiere decir que el cristianismo lleva dentro de sí mismo un germen falocrático, un poderoso boceto de tiranía masculinizadora, frente al cual ha de estar atento, si no quiere endurecer teórica y prácticamente algunos de sus potenciales peligros (la minusvalorización de lo femenino en el universo mental judío ha pasado, a veces con matizaciones, al ámbito cristiano y a las anacrónicas actitudes de la Iglesia Católica ante el papel de la mujer en la vida de su propia institucionalidad son, en este sentido, significativas).

Pero, como dice con extraordinaria y valiente perspicacia el teólogo brasileño Leonardo Boff, “quizá ha llegado ya la hora en que encontramos las debidas condiciones históricas para revelarse la otra cara de Dios, la femenina...”.

Este rostro femenino de Dios dentro del marco cristiano, distinto del más convencional, se traduce religiosa y culturalmente en una comprensión de la Divinidad, no ya como monarquía falocrática del sentido, como el terrorismo moral de la Ley absoluta, sino como Profundidad misteriosa e indesignable que encuentra su metáfora correlativa idónea en el abismo de nuestra corporalidad interna, donde se dibuja la insondable y sobreabundante geografía del espesor psíquico (que, en el hombre, supone un alto grado de formalización y organización biológicas). “No sabemos lo que puede un cuerpo”, dijo Spinoza, y esta ignorancia nos veta el verdadero conocimiento, no sólo de nosotros mismos, sino del Dios que, en una de las más pivotales afirmaciones bíblicas, nos creó “a su imagen y semejanza”. En este sentido, devolvernos, “mutatis mutandi”, hasta la atávica experiencia de Dionisos, puede ser una aproximación femenina –todo lo pagana que se quiera (pero ese es el precio de la salida del dictatorial racionalismo occidental y moderno)- al Dios “de Abraham, Isaac y Jacob”, en su faceta de Dios de los cuerpos, de la vida concreta (si es verdad que, en tanto cristianos, no creemos en la simbólica de la “inmortalidad del alma”, sino en la de la “resurrección de la carne”). “Sólo creería en un Dios que se atreviese a bailar” (Nietzsche). Y, en efecto, el Dios que ahora está en posibilidad de ser comprendido –a través de nuestro desierto contemporáneo, cuyo recorrido implica tantas actitudes existenciales femeninas- supera el marco del mero falocentrismo revelado, gobernado por la omnipotencia unívoca de un sentido endurecido en Norma, para mostrarse justamente como Danza y Juego, como el Omega de la intensificación de la vida (en la trágica alegría de la errancia en lo plural), como el Horizonte que imanta el levantamiento insurrecto de los cuerpos (“Talitha, qum”: “Muchacha, a ti te digo: levántate”, Mc 5, 41), como Salud del mundo.

(...)

Relámpago de luz Turner: detrás, ¿o en la mitad?, de un cuerpo inofensivo, cotidiano (al que ya creo haberme acostumbrado), fosforece un hueco donde el placer conoce el miedo, donde advengo al umbral de lo siniestro: tú –short azul, franela blanca- abres un poco las piernas (la izquierda reposa, alargada, sobre los cojines del sofá; la derecha, en arco, está recostada del espaldar). El vello de esta pierna derecha prolonga su sombra castaña –sobre la superficie pálida de la piel- hasta insinuarse, justo allí donde el muslo empieza a ser ingle, en forma de mancha oscura –vibrátil para la avidez de mis ojos- que trepa hacia arriba

(visión súbita de ese final del muslo –apenas entrevisto-, jadeo de un fondo tácito donde mentalmente me delato hundiendo la cara en aquella flora tibia, mi lengua raspando la íntima aspereza al colocarse, sin reticencias, en el cráter donde estalla dentro de mí otro tipo de materia mental, la luz oblicua de una cinematografía psíquica filmada en las últimas regiones de mi cuerpo, en las que los dioses copulan con los animales).

Ya situado, por la sugerencia de aquel velo, en la grieta letal de la entrepierna, giro en el interior de la constelación abierta por la imago: me imagino, después de naufragar en aquellos climas selváticos –el trópico de tu anatomía-, colocándome debajo de tus piernas mientras tú vas a eyacular sobre mi rostro: ¿qué mapa vertical del espacio, qué minuto sincrónico del tiempo me hacen señales, desde tan cerca, al tensar todo mi cuerpo en la espera –en la expectación- del semen a punto de brotar? Allí, precisamente allí, otra vez la cara oculta de la luna, la pulsación inasible de la marea silente, de nuevo la clandestinidad del foco negro: de la espalda del discurso salta una noche cruda, respiración extática de la adolescencia de Dionisos, que nos devuelve, elementalmente crueles, a rituales paleolíticos donde la carne es emblemática: frente al árbol de la vida, el eje solar del mundo

(“pene” es una palabra risible –“verga”, “güevo”, sonarían mejor, porque sólo vocablos sudados por la lengua primaria de los hombres pueden dar cuenta de esa práctica sagrada)

espero con hambre milenaria la espuma de Urano esparcida en el mar primordial del que nacerá Afrodita, ola acre del principio, agua tibia que bautiza el mundo.

Sí, es la sintaxis mitológica que organiza –en rachas psíquicas casi subliminales- el tiempo inconcreto de la imago. Pero aquí, sobre el papel, tose aquella salud de nuestros cuerpos: el jadeo de Dionisos no puede transcribirse, el lenguajes no es el bosque de esa orgía.

“La sexualidad, en el fondo, sigue siendo quizá impermeable a la reflexión e inaccesible al dominio humano; quizá sea esa opacidad (...) lo que hace que no pueda ser absorbida en una ética ni en una técnica, sino solamente representada en forma simbólica gracias a lo que queda aún de mítico en nosotros” (Paul Ricoeur)

Hay una hartura que, en una especie de ascesis del exceso, intenta alcanzar un despojamiento radical, una delgadísima pureza (aquellas orgías gnósticas entregadas al desenfreno para trascenderlo: lujuria hambrienta de castidad).

Y hay, también, un voto de pobreza que, en su desnudez extrema, busca lograr una sobreabundancia, una espléndida riqueza que no acabe, un lujo inédito. Todo el que conozca un poco la vida de Francisco de Asís presiente la voluptuosidad de su pobreza -¿no la llamaba su “Novia”?-, enamorada del esplendor del mundo, de su fasto, como desde un desposorio al revés. Chesterton, en su biografía sobre Francisco, dice que la escribe precisamente para iluminar el hecho de que un hombre que amaba tanto las sedas y los brocados extremara tanto su desnudez.

No es sino un mismo movimiento espiritual (y corpóreo).

“...un grado extremo de pobreza lleva siempre al lujo y la riqueza del mundo” (Albert Camus, El Desierto).

Y sin embargo:

“Contra la ascética.
Que una partícula de vida exangüe, no risueña, refunfuñando ante los excesos del gozo, falta de libertad, alcance –o pretenda haber alcanzado- el punto extremo, es un error. Se alcanza el punto extremo con la plenitud de los medios: es preciso hallarse rebosantes, sin ignorar ninguna audacia. Mi principio contra la ascética es el que el punto extremo es accesible por exceso, no por defecto. Incluso la ascética de los seres logrado cobra a mis ojos el sentido de un pecado, una pobreza impotente” (Georges Bataille, La experiencia interior).

Pero es que la desnudez de Francisco obedece al instinto de vida, a un Eros pleno (aquello de Camus: “estar desnudo guarda siempre un sentido de libertad física”). Es una desnudez para hacer el amor.

(...)

Pero ¡cuidado!

La locura es todo lo contrario a un refugio.

Si la experiencia interior la convierte en casa cómoda, deja de ser lo que es: se convierte en seguridad, es decir, en pose... es decir, en coartada.

La locura sólo es creadora cuando deviene en intemperie.

(...)
Cuidarse de los “reflejos condicionados” de la conciencia, de esa especie de estereotipos instalados en los más inapresables intersticios del propio psiquismo, a través de los cuales fluye una buena parte de nuestro mundo reflexivo y emocional. Se trata de una especie de sustrato fosilizado, repleto de polvorientos lugares comunes, que, siendo ya casi estructura de nuestra personalidad, esqueleto de nuestra vida conciente e inconsciente, es necesario bombardear (dolorosamente). No somos nosotros quienes pensamos por su intermedio: es el contexto sin rostro que nos rodea el que, apoyándose en él, “nos piensa”.

¿Qué sería de un cuerpo liberado de la ortodoxia anónima en cuyo seno evoluciona nuestra vida consciente (la Ley, por supuesto, pero también la Costumbre, la Cultura adquirida mediante la cháchara de los aparatos ideológicos del Estado, los clisés de nuestra experiencia acumulada, que se niega solapadamente a abrirse al viaje de lo inédito)? ¿Qué fiesta desconocida le sería dado desarrollar a ese cuerpo? ¿Qué Dios se le manifestaría?

(...)

Ser leal al cuerpo es, también, aceptar totalmente su precariedad, sus cansancios, sus hastíos, esa tristeza que lo empapa a veces, como una oleada amarga que sube hasta la boca, su torpeza –que a veces desemboca en una gracia compacta y plena-, su avidez –que es lo suficientemente sabia como para advertir, igualmente, la voluptuosidad de la desnudez y el despojamiento-, su horror a la muerte, su búsqueda de la verdad escueta del mundo, a la que pertenece íntegramente a través de la heterodoxia del deseo y de los imprevisibles caminos del instinto.

Ser fiel al cuerpo es amar todo eso, pactar con todo eso.

(...)

“Marat,
estos calabozos interiores del cuerpo,
son aún peores que las más profundas cárceles de piedra,
y mientras no se abran toda nuestra revolución
se quedará tan sólo en un motín de presos,
aplastado por otros compañeros de celda”

(Sade a Marat, en Persecución y asesinato de Jean Paul Marat, de Peter Weiss).


Extractos del libro:
Armando Rojas Guardia,
El Dios de la Intemperie.
Editorial Mandorla, Caracas. 1985.