Ecoperformer. José Jiménez

Ecoperformer
José Jiménez

Texto publicado en el catálogo de la reciente muestra individual “Entre irse o quedarse, el imperdurable mente presente”, 14 sucesos escultóricos y una ambientación en el Centro Cultural Conde Duque, muestra celebrada del 11 de noviembre de 2004 al 2 de enero de 2005. Edición agotada.


Cuando digo "eco" suenan muchas más cosas de las que digo. Porque, al acercarse a la obra de César Martínez, uno se queda en la mera superficie si no es capaz de abrirse al juego sutil de resonancias y reverberaciones abiertas que fluye en todas sus piezas. Así que, de entrada, conviene inventarse una palabra, como él hace casi a cada momento, una palabra que en su caso, como en las disputas teológicas medievales acerca del carácter de los ángeles, pretende establecer la coincidencia entre individuo y especie: ecoperformer.

Ecoperformer, es decir: caso único e irrepetible de un artista de la acción, del, como dicen en México, o de la, como decimos en España, performance, un artista cuyas acciones tienen su eje de gravedad en los deslizamientos sutiles del lenguaje, en las reverberaciones de la palabra, en sus ecos semióticos, a la vez que sitúan su objetivo artístico fundamental en la regeneración ecológica del tipo de vida absurdamente contaminada que llevamos en el mundo de hoy.

De verdad que hay algo de ángel en este ser especial, como sabemos todos los que le hemos tratado. Algo que implica pureza y voluntad de elevación. Algo que supone, sobre todo, un deseo de recuperar los instrumentos esenciales de la comunicación con el otro, la capacidad de compartir vida y experiencia con los demás, restituyendo así lo que debiera ser la condición humana en el espejo del ideal, en el nicho ecológico de sentidos al que pertenecemos, pero que la deriva destructiva de la tecnología y la violencia de masas hace inviable.

Se trata de una propuesta altamente subversiva, como todo lo que tiene que ver con la pretensión de darle la vuelta al lenguaje, propósito inscrito en la revuelta de los ángeles rebeldes, e inevitablemente ligado a su caída. Ya desde el inicio de su trayectoria artística, en la segunda mitad de los años ochenta, César Martínez procede dándole la vuelta a las cosas y a sus sentidos inmediatos: comienza utilizando fuegos artificiales en la producción de sus obras, y después emplea dinamita y nitroglicerina para la realización de sus esculturas de acero inoxidable. El carácter destructor del explosivo se convierte en llama de luz, de forma muy similar a lo que se expresa en uno de los más hermosos poemas de Octavio Paz: “son llamas/ los ojos y son llamas lo que miran” (Piedra de sol, 1957).



En efecto, las imágenes que los explosivos provocan en la aleación de hierro y carbón iluminan esa situación de pérdida, esa condición escindida y doliente, que, como en un eco de destrucción, atraviesa nuestro mundo. Piezas que expresan, sobre todo, la incertidumbre ante el tiempo que vendrá, ante un futuro lleno de amenazas, como en Pasado del futuro (1993), El sacrificio de la inteligencia (1993), Icarus de fin de milenio (1993), o La impresión del futuro (1993). O también la comprensión, de raíz barroca, de la muerte como algo vivo en nosotros, tan intensamente ligada al destino de esa síntesis de culturas que constituye lo mexicano, como nos supo hacer ver mejor que nadie también Octavio Paz, y que podemos apreciar en obras como ¡Viva la muerte! (1993) o La santísima muerte (1993), auténticas alegorías, inscritas en el género de la vanitas, de las derivas tanáticas de nuestra civilización.

Esa línea, a través de la cual el fuego destructivo se transforma en llama de iluminación, pero en este caso también en aroma de los sentidos, conduce a sus distintas producciones de grupos escultóricos realizados con cera y copal, concebidos como obras dinámicas y en proceso: las figuras arden, desprenden el olor del fuego al quemar la cera y el aroma del copal, y van produciendo un impresionante flujo laberíntico de canales y surcos que nos habla de la inevitable descomposición del cuerpo y, a pesar de ello, de la extraña belleza de ese proceso. Cuerpos. Figuras humanas: imágenes duales, expresiones del vuelo del espíritu donde germinan las palabras y de la irreversible fugacidad que nos liga a la tierra.

Si se trata de regenerar y de volver a compartir, lo mejor quizás sea entonces invitar a comer a los demás. Pero, de nuevo, en ese giro de la acción, César Martínez, a la vez cocinero y sacerdote laico, hace jugar las voces de los ecos. Comer juntos, pero comer figuras como las nuestras. Invitar a comerse a los demás, al otro: el cuerpo de gelatina o de chocolate. La ceremonia compartida, como los aztecas antes de ir a las guerras floridas, y a la vez el signo del canibalismo, de la ingestión devoradora de lo humano, sedimentado o no en cuerpo, inseparable siempre de los procesos de cultura.

Pero si la llama ilumina, el aire cifra nuestro aliento: ese aire, necesario para la vida, y sin embargo comprometido hasta el extremo en las desbordantes y abigarradas acumulaciones urbanas de nuestro tiempo, y de las que México DF constituye un caso extremo. El propio César Martínez ha escrito, en un estilo que constituye una buena muestra de la importancia desencadenante del lenguaje en su obra: “El bióxido de carbono politizado y el impuesto al oxígeno agregado han provocado que en cada momento se adormezca y extravíe la vida al grado de confundir a las vías respiratorias en espantosos ejes viales como sucede en la mayoría de las anxiudades más pobladas del mundo.”[1] Podemos encontrar, de nuevo, aquí un sugestivo paralelo con lo que Octavio Paz escribió, al retornar después de muchos años a México, en su poema Vuelta, recogido en el libro del mismo título, publicado en 1976: “Camino sin avanzar/ estoy rodeado de ciudad/ Me falta aire/ me falta cuerpo”.

Paz lo deja claro: la falta de aire es equivalente a la falta de cuerpo. Y es ahí, en ese núcleo, en esa raíz expresiva, donde se sitúa el cauce de donde fluyen las estatuas respirantes de César Martínez. Esculturas blandas, que en su despliegue neumático alcanzan una consistencia dolorosamente fugaz: “La vida es eso, un suspiro”, escribe César Martínez [2]. Esculturas inflables y, por ello mismo, también desinflables, en una dialéctica sin término que expresa el aire que nos falta: inspirar y expirar, pero también, una vez más, el ciclo incesante de la elevación y la caída, la unión indisoluble de la vida y la muerte.

El nexo que da unidad a las distintas obras de este artista irrepetible es una dimensión moral y política, a la vez que poética y estética: la voluntad de regeneración, que se expresa en la búsqueda del fuego-luz, del aire que nos falta, y también del agua, fuente de vida y de civilización. Este último aspecto es el que se manifiesta en su intervención Piedad Entubada, realizada en 2002, y consistente en pintar el área entubada del popular Viaducto de México DF con motivos gráficos relativos al agua, en una longitud de ocho kilómetros. Con esta obra, tan costosa en su realización como plena de intensidad pasional, César Martínez pretende fomentar el desarrollo de lo que Juan Acha llamó una Ecoestética, y que él explicita, en el folleto de presentación de la propuesta, como “una Ecología Visual Amplificada, que sea una alternativa a la contaminación visual generada por la gran cantidad de mensajes publicitarios y propagandísticos” que ocupan nuestras ciudades.

Porque se trata de regenerar tanto las formas visuales como las palabras, las palabras inscritas en el cuerpo, que en las esculturas inflables se desvela “como metamorfosis semiótica”, o en el que podemos ver “la insoportable brevedad del ser” [3], en una formulación ya claramente metafísica, que sin embargo es a la vez un rápido guiño lingüístico a Milan Kundera. Así que, de nuevo, pensemos en Vuelta, de Octavio Paz: “Ciudad/ montón de palabras rotas”. Pero también en los juegos de lenguaje de ese gran iconoclasta fundador del arte de nuestro tiempo, Marcel Duchamp, de quien precisamente Paz fue su primer y sin duda uno de sus mejores intérpretes en nuestra lengua.



Si el crecimiento monstruoso de las ciudades sirve como signo del carácter destructivo de eso que genéricamente llamamos progreso, y si en ellas el cuerpo y la vida se convierten en territorios asediados, habrá que ir a buscar en las acciones que instauran y regeneran la comunidad humana nuevo aliento, agua pura, llama iluminadora. Es decir, se trata de dar nuevo impulso a la palabra, al lenguaje como registro simbólico y espiritual de la vida, al anillo de las voces y los ecos, al florecimiento de una ecología de la sensibilidad, con la que la poesía y las artes limpien nuestro espíritu de ese escudo negro de contaminación que lo ata a tierra e impide su ascenso, su elevación. Como el agua que fluye. Hacia el aire. Hacia la luz.



1. Ver su texto, datado en 2002: “El imperdurable mente presente. La asfixia o los arrebatos del pulmón politizado”, en el Catálogo de su exposición itinerante: El imperdurable mente presente César Martínez; CONACULTA-Universidad Autónoma Metropolitana, Madrid, 2004, paginación sin numerar.
2. Ibidem.
3. Ibidem.


Texto extraído de:
http://replica21.com/archivo/articulos/i_j/373_jimemez_mrtz.html